selfies narcisismo
La sonrisa de Duchenne

Sonrisas de plástico

Sonríe o muere, reza el título del libro de Barbara Ehrenreich. Resumen lapidario de un nuevo imperativo social de nuestro tiempo. Sonreír a destajo. Aunque sea de mentira. Durante todo el tiempo. Aunque nos agote. Sin olvidar un requisito que parece erigirse como fundamental: mostrarlo a todos en cualquier ocasión. Porque sonreír a solas, para qué, pensarán algunos.

El totalitarismo del postureo ha venido a desmantelar lo que de verdad somos arrinconando lo auténtico

La industria de la felicidad ha calado hondo en los tuétanos del malestar contemporáneo inoculando nuevas epidemias de propagación rápida a todos los resquicios de las interacciones humanas. La capacidad para fingir estados de ánimos convertida en una premisa para la aceptación social. Una autoimposición de rutilantes sonrisas que no traspasan la condición de fingidas catapultando al postureo como forma de vida, y modelo de comportamiento en vías de generalizarse.

Miren a su alrededor: ¿lo que vemos mayoritariamente en las redes sociales testimonia algún tipo de vida real? ¿no es acaso prácticamente todo una representación deliberada?

Si en algo es avezado el capitalismo es en la fabricación de envoltorios que modifiquen la esencia de cualquier cosa sin que nos demos cuenta mientras normalizamos su uso.

Hemos construido una sociedad dispuesta a alimentar la mentira arficialmente uncidos a las nuevas tecnologías, comprobando que algunos de los supuestos distópicos relacionados con nuestras conductas sociales que se plantean en capítulos de la serie británica Black Mirror no parezcan en absoluto lejanos ni tampoco descabellados. La mercantilización de las emociones para recibir el aplauso unánime ha venido a tergiversarlo todo.

Lo cierto es que cada vez nos pertenecemos un poco menos. Sonreír de mentira, encapsular ese instante de impostura en píxeles, y propagarlo a golpe de click, parece un claro síntoma de la deriva absurda que estamos tomando como sociedad, retroalimentando masivamente comportamientos que paradójicamente nos agotan.

Un experimento curioso que ejemplifica todo esto a la perfección. Tracy Clayton, escritora afroamericana estaba harta de las sonrisas falsas que abundan en las redes sociales y expuso lo siguiente en Twitter:

«Tengo una curiosidad. ¿Podríais publicar una foto que hayáis compartido en vuestro Facebook o Instagram, en la que hacíais apología de vuestra dicha cuando en realidad estabais atravesando un momento duro de la vida?». Su mensaje fue retuiteado cientos de veces recibiendo miles de respuestas inmediatas con testimonios que confirmaban su lapidaria hipótesis: casi todos mienten.

El totalitarismo del postureo ha venido a desmantelar lo que de verdad somos arrinconando lo auténtico a lo más recóndito, y afótico de nosotros mismos, convirtiéndonos, a su vez, en cómplices activos de ese saqueo a golpe de click que hace uso del selfie como arma predilecta atiborrada de falsedad.

Parece evidente que nuestro estado sea una eterna mueca sonriente no responde a ninguna necesidad biológica. En todo caso, se corresponde más con un agotador ejercicio de cinismo generador de fatiga y despersonalización progresiva. Incluso en entornos sanitarios es cada vez más habitual toparse con casos de depresiones atípicas bajo formas de tristezas sonrientes. Una especie de culminación patológica de la representación más exacerbada.

El malestar cotidiano, parece, ya no puede ser una herida abierta a los ojos de los demás, algo que cualquiera pueda ver, quedando escondido bajo capas de exhibición falaz, y el uso de tiritas que al dar dos pasos se despegan descerrajando la brecha. La expansión de trincheras que no hagan visible un ápice de verdad.

Resulta una obviedad indicar que una desmedida necesidad de ser etiquetados como felices incita a la mentira, y con ella a la expresión continuada de uno de sus rasgos más característicos: la impostura.

La sensación de fracaso es una constante social que sin embargo es experimentada individualmente y a oscuras. Lo que percibimos es otra cosa, la avalancha de signos visuales de felicidad apócrifa que disparan los selfies. La decisión de fracasar explícitamente tiene un coste social tan grande que se adopta la mentira como expresión normalizada. Y es eso lo que vemos. La cultura del espectáculo y el culto a la imagen hacen el resto perpetuando un bucle de enmascarado desencanto colectivo.

Es por tanto necesario, repensar nuevas maneras de entender las emociones y los estados de ánimos.

La impostura de estados de plenitud o estados de felicidad exhibidos en las redes sociales originan reacciones positivas en forma de likes y comentarios, provocando en el sistema de recompensa cerebral descargas de dopamina que en muchas ocasiones acaban derivando en espirales adictivas de difícil reversión.

Siempre estaremos dispuestos a culpar a la malignidad de las redes sociales como descargo por nuestros errores o incoherencias. Aunque lo cierto es que deberíamos ejercitar un poco más la autocrítica de nuestras propias conductas y nuestra contribución sistemática a la sociedad del espectáculo que nos fagocita.

Si en algo es avezado el capitalismo es en la fabricación de envoltorios que modifiquen la esencia de cualquier cosa sin que nos demos cuenta mientras normalizamos su uso.

Es inevitable asumir y reflexionar sobre el decisivo impacto que las nuevas tecnologías digitales están teniendo en las interacciones humanas, y como unido a la inestimable colaboración del marketing y la agenda neoliberal han convertido a las redes sociales en el escenario perfecto para poner en práctica todo lo que las app nos regalan incorporando a nuestras vidas filtros de irrealidad que tal vez estén evidenciando unos preocupantes estados afectivos carenciales y una pérdida de identidad progresiva.

Esa impostura consensuada adopta formas de regalo envenenado que en muchas ocasiones, lejos de ayudarnos adaptativamente nos sustituye y nos aleja. La idea de convertirnos en sucedáneos de nosotros mismos tal vez no sea la mejor de las ideas.

Era del todo esperable que la sociedad de mercado nos convirtiese en sus productos: y que no diríamos que no.

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