carmen martin gaite
Ilustración: Merche García-Jiménez

Carmen Martín Gaite: Todo es un Cuento Roto en Nueva York

En memoria de William Carlos Williams

BUSCADLA por Manhattan,
entre las escombreras de chatarra,
los coches de bomberos,
los anuncios, los locos, los cubos de basura,
las vitrinas lujosas y las paredes rotas,
entre los resplandores de gris y de amarillo,
que no la encontraréis,
que se escabullirá
arrojada al montón de manchas movedizas,
jugando al escondite, transformándose,
camuflada en el humo que sube a la calzada
desde las vísceras de la ciudad
por fauces entreabiertas
igual que tapaderas de la olla del infierno.

Tal vez habéis creído atisbarla un instante
en la calle catorce con la quinta avenida,
diréis «allí la veo», apretaréis el paso,
os subiréis el cuello del abrigo
y os brillará en los ojos gesto de detective;
pero en un parpadeo de semáforo
—del walk al don’t walk—
se habrá desvanecido la ilusión de su imagen
y no quedará rastro
de la silueta vaga, fugaz y discutible
que llevabais soñada en la retina
porque acaso la visteis en un film.
Tal vez se ha disfrazado
de esa vieja señora con la gorra calada,
zamarra de piel vuelta
y pantalones dentro de las botas,
capaz, aunque le cueste,
de aguantar las lentillas
con cierta compostura y desafío
por debajo del rimmel pegotoso,
disimular que va mascando chicle,
mientras mira al vacío en el subway
rodeada de seres delirantes,
solos, ansiosos, ciegos,
que no repararán en sus esfuerzos
por ensayar sin éxito y sin público
un remedo de gesto soñador y de sonrisa altiva,
ya mera comisura rutinaria entre una red de arrugas,
mientras finge embeberse en los sucesos
de crímenes y guerras y desfalcos
que vienen relatados en el Times,
tras el cual se amuralla.
Caminará indolente y abstraída
sin despertar sospechas
cuando emerja a la calle
en el desmadre de Columbus Circle
y el viento le dé vuelta a su paraguas rojo,
lo arranque de sus manos afiladas
y se lo lleve haciendo remolinos
cual barco a la deriva,
sorteando autobuses y camiones
bajo el súbito embate
de un chubasco inclemente.
Los ojos distraídos, embotados,
atentos a enhebrar las señales del tráfico
con el hilo interior de su propio negocio,
seguirán un instante
el rumbo presuroso y giratorio
de aquella mancha roja
con zigzag de suicida o de borracho
a medida que va saltando charcos,
papeles arrugados, desperdicios, colillas,
que se agolpan en torno al sumidero
y quedan atrapados
junto a los borbotones de agua sucia.
Nadie vuelve la cara
para indagar a quién
le ha arrebatado el viento ese paraguas,
pero aunque la volvieran,
la señora del subway ya no está.
Buscadla entre la gente que hace cola en el cine,
o al borde de la acera a la caza de un taxi
o en algún «ladies room» donde pudo meterse
entre un tarantuleo de cucarachas rubias
a limpiar sus lentillas.
Seguidla entre estridencias y empujones,
entre los resplandores de gris y de amarillo,
que no la encontraréis ya nunca más,
si alguna vez la visteis.
Puede haberse mudado en esa chica
de caderas potentes y paso un poco raro,
a quien de pronto un guardia ha cogido del brazo,
se la lleva a tirones y ella se le recuesta
con los ojos nublados por la droga
y dice que no ha sido,
que ella no sabe nada de ese bolso que buscan,
que la dejen ir, please,
y lloriquea
y no puede ni andar
y se agolpa la gente,
curiosa, indiferente, transitoria,
desconectando apenas un minuto
la corriente continua
de su propia obsesión
para que entre el chispazo de esa escena,
casual, desarraigada, incongruente,
que no obstante pudiera por su cuenta
revivir como un susto de pájaro nocturno
nutriendo la sustancia alucinante
de alguna pesadilla.
Todo es un cuento roto en Nueva York
donde ninguna trama se ha de tener por cierta,
recitado de forma intermitente
entre guiños de flash
en el gran escenario giratorio
al que afluyen en mezcla simultánea
la basura y el oro,
gente que tira y gente que recoge.
Pero si continuáis en vuestro empeño
de perseguirle el rastro a un espejismo,
a una silueta vaga, fugaz y discutible
que llevabais soñada en la retina
tal vez porque la visteis en un film,
yo puedo revelaros una pista.
¿Por qué no entrar un rato en el Museo Whitney?
Cansada de rodar,
de soñar apariencias,
de debatirse en vano
ensayando posturas de defensa o de ataque,
de convertirse en otra,
esa mujer perdida por Manhattan
se ha escondido en un cuadro de Edward Hopper,
se ha sentado en la cama de una pensión anónima
y ya no espera nada.
Sin abrir tan siquiera la maleta,
acaba de quitarse los zapatos
porque los pies le duelen,
y se ha quedado sola entre cuatro paredes,
condenada a aguantar a palo seco
esa luz de la tarde ya en declive
que se filtra en la estancia
veteada de brillos engañosos,
con los brazos caídos y la mirada estática,
clavada eternamente de cara a una ventana
que de tan bien pintada parece de verdad.

carmen martin gaite
Ilustración: Merche García-Jiménez

* Poema incluido en el libro Después de todo: poesía a rachas (Ediciones Hiperión).

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