precariedad
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Una historia de precariedad como otra cualquiera

Una casa pequeña y no toda la luz que pediríamos en un sueño lúcido. Viven allí cuatro personas. Una vivienda interior de cuarenta y dos metros cuadrados. A veces entra la luz, pero no es más que el reflejo fortuito de algún mecanismo aleatorio de cristales o la efímera presencia de un espejismo natural que dura poco.

Cada día recorre 134 kilómetros entre ir y venir del trabajo en autobuses y vagones de metro atestados en los que la ventilación no es más que una tenue entelequia imposible. El coste a pagar un día tras otro por no poder escapar de los márgenes afóticos que la luz de las cámaras nunca enfocan. Una cifra más, en acumulación, innombrable. Un descarte siempre a mitad de camino entre seguir intentándolo o rendirse de una vez por todas. La desigualdad durante una pandemia también opera así, como una suma de momentos de vulnerabilidad inevitable cuando otros pueden decidir, o tienen alguna opción, de quedarse un poco más a salvo.

La opinión pública es un lugar hostil para los olvidados de verdad. Ella lo sabe. Los de su misma condición social lo saben. Los que no están cartografiados por el mapa autoritario de la burocracia o la grandilocuencia totalizadora de los medios de comunicación. Nosotros no siempre lo sabemos. A veces ni siquiera queremos enterarnos. Otras, no acertamos con la manera de mirar.

7:12 de la mañana y el autobús que no llega. Cuando sube, la vehemencia incendiaria de un locutor desorbitado implosiona en la radio. Es siempre lo mismo. Misma hora, misma diatriba incendiaria radiofónica. Algo que estos días impacta de lleno en su delgada y fatigada asimilación de la realidad. Por un momento, no sabe diferenciar si hablan de una pandemia o están en mitad de una larga guerra fratricida. Pega la cara al cristal empañado por una niebla de cansancio colectivo. No se duerme, nunca lo consigue. El autobús, estos días, es un disparo más directo al corazón subterráneo de una ciudad enferma, al interior del pulso acelerado del opresivo gusano metálico, ese agujero serpenteante en el que personas hacinadas intentan llegar a su destino aguantando la respiración y tratando de no mirar a los ojos de un peligro que no deja de morder fuera de las pantallas.

En el trabajo tampoco hay ventanas a ninguna parte. Se trata de un laberinto de pasillos y suelo frío y un goteo de cubículos contiguos divididos por placas de pladur que llaman oficinas. Un hormiguero jerarquizado en el que tu rango es evidenciado por un nivel objetivo de comodidades y un nivel de seguridad distinto. Dentro de lo mismo, tampoco nada es lo mismo, matiz diferencial en todo.

Un viernes, mientras recorre por última vez los pasillos le asalta un fogonazo cognitivo, un estallido de realidad que aturde: es consciente por primera vez, de una manera lacerante y helada, de que pasa más horas al día bajo tierra que por encima de ella. Algo que por un momento le somete a ambivalencias en la que se entremezclan alegorías alucinadas y pesadillas grotescas. Algo como si un Lovecraft redivivo estuviese narrando su cotidianidad. Algo como su vida.

Al salir de allí, vuelta a empezar.

Cuando al final del día se acerca a su calle no se oyen aplausos. Solo el griterío nervioso de los televisores nocturnos. Algunas ambulancias urgentes excitando al miedo, rectificando la idea de un futuro tranquilizador. Ladridos al aire de algunos perros que se quedaron sin dueño. Los ruidos, el silencio y el comportamiento de los pájaros, termómetros infalibles de la ciudad.

La cena está fría, pero qué importa. Mira ensimismada durante un rato programas de actualidad. Cambia de canal como una autómata. La esperanza de verse representada se difumina pronto. No está. Tampoco aparece delineada en esa cárcel panóptica de radiantes epopeyas humanas. En la televisión, políticos y tertulianos hablan de una vida que no encuadra de ningún modo la vida de todos. Se refieren a planes y recomendaciones que olvidan a una parte. Como si se hubiesen quedado encerrados en una realidad paralela de retórica utilitarista a la que no llega la vehemencia lacerante de la desprotección permanente.

Agacha la cabeza, siente que su vida es una peripecia aleatoria y de subsuelo, algo residual demasiado escondido, como un tumor recóndito indetectable creciendo sin réplica.

Así los días. Uno tras otro. Y sin embargo.

Que no vea unos minutos a su hijo el fin de semana. Le dicen. Ciento treinta y cuatro kilómetros de lunes a viernes. Que sea responsable. Le dicen. Que otros están peor. Que trabaje y calle y aguante y esa cosa siempre sospechosa de trampa que llaman resiliencia. Y sobre todo, qué sonría.

Adiós a las armas. Mañana será otro día. O algo así.