Carlos Pardo: «Ver los textos como resultado, no como intención»

Carlos Pardo (Madrid, 1975) es un buen ejemplo de escritor total; crítico literario, traductor, poeta precoz y autor de tres formidables novelas: Lejos de Kakania (2019), El viaje a pie de Johann Sebastian (2014) y Vida de Pablo (2011). Todas ellas publicadas en la magnífica editorial Periférica.

Pardo no rehúye la dificultad, tampoco se enclaustra en los dogmas narrativos, siendo, probablemente, uno de los autores contemporáneos que, con más desparpajo e inteligencia consigue moverse satisfactoriamente entre los límites tapiados circunscritos por los géneros literarios. Lo real a través de la ficción, o la ficción partiendo de lo real, que viene a ser una cosa parecida cuando el resultado es buena literatura.

Dedicas Lejos de Kakania al inolvidable escritor y editor Julián Rodríguez. Tuviste la gran suerte de trabajar con él. ¿Qué te gustaría destacar de su labor editorial?

Me cuesta separar a Julián de mi propia escritura. Mis cosas aún dialogan con él, que ya no está: con él como escritor y como editor, que también me parecen dos ámbitos inseparables en su caso, por más que sea mucho más conocido por el segundo. Pero si tuviera que destacar su trabajo editorial junto a Paca Flores, su socia en Periférica, me resulta evidente que ambos han construido una posibilidad literaria en la que, por ejemplo, la literatura española es una más de las latinoamericanas. Parece poca cosa, pero es una idea profundamente liberadora. Y otra cosa: su confianza en que las nuevas formas literarias pueden, en algunos casos, tener varios siglos de antigüedad y seguir siendo nuevas: Benjamin Constant, por ejemplo. Esta es otra liberación. Además, su catálogo es la rara muestra de que lo más “literario” también puede ser lo más alérgico a una idea de cultura solemne. Lo más vitalista.

parece que el mercado no sólo se ha hecho con la literatura, sino, sobre todo, con las buenas intenciones políticas. Y quizá ha convertido a la literatura en un subgénero de la moral

«Aquello era exacto. Yo también quería ser un poeta de la amistad. Los filósofos epicúreos de los que ambos, Lucrecio y Horacio, se nutrían, habían insistido en la importancia de la amistad», escribes en Lejos de Kakania. Algunos de los asuntos nucleares del libro son las envidias literarias, la amistad y los ciclotímicos conflictos entre dos poetas, ¿son entornos diferencialmente más competitivos que otros? ¿encuentras alguna particularidad en el ecosistema de la poesía?

Cuando escribí la novela pensé que de la misma manera que hablaba de “oficinistas”, que es el título de una de las partes, podía hacerlo de poetas sin que nadie lo considerara una “novela de poetas”: ambos eran mundos cerrados y proclives a la envidia, y muy competitivos; quizá con la diferencia de que la competitividad en el mundo de la empresa te vuelve “proactivo” (es decir, un capullo) y en la poesía te vuelve maledicente.

En todo lo que escribo me interesan las relaciones “estrechas”: de amistad, amor o familiaridad. Y es bastante sorprendente que un género literario que ha cantado con tanta frecuencia a la amistad (citáis a Horacio, pero podemos pensar también en Wang Wei o Li Bo) sea tan mezquino: qué pocas amistades de poetas sobreviven al éxito de alguna de las partes, por ejemplo.

Cynthia Ozick afirmaba en una entrevista que la ambición literaria no tiene importancia, que es ansia de poder y fama. ¿Lo ves así? ¿Puede escribirse ‘bien’ sin esa ambición?

Hay grandes escritoras y escritores ruines, pijos, pobres, narcisistas, desprendidos, ambiciosos, flojos, etc. Un poco de todo. Ahora bien, en mi caso conocí pronto esa especie de soberbia. Digamos a mis 17. Yo me sentía poeta, uno grande e incomprendido, y quería ser catedrático. Y publiqué cuando apenas había cumplido 19 años gracias a un premio prestigioso. Eso, paradójicamente, me traumatizó.

Me gustaría pensar que desde entonces no son mis objetivos la fama o el prestigio, aunque cuando me han dado un premio o me han hecho una buena crítica me he sentido la persona más feliz del mundo.

La cuestión sería más bien dónde enfocas tu deseo. Y si no te han llegado poder y fama a los 47, que es mi edad (y vivo microeconómicamente en un pueblo junto a la desembocadura de un río), pues es un poco idiota amargarse esperándolas. ¿No? Quizá haber trabajado como librero me ha vuelto un poco escéptico con estas ambiciones, “pero si hay pasteles, como pasteles”, que diría Diógenes de Sínope.

Ahora bien, eso no impide que crea en la capacidad de hacer cosas, y esto tiene que ver con el poder. Mostrar sin complejos un criterio cuando, por ejemplo, hago crítica literaria. Y pelear también para que ese criterio sea visible.

Suele identificarse a los trabajadores culturales con vagos inspirados y mantenidos, asalariados de una propaganda política soft

¿Cómo ha influido tu experiencia de librero en tu escritura? ¿Y la de estar inmerso en diferentes contextos musicales?

Ser librero sería el mejor trabajo del mundo si a la vez uno ganara un sueldo decente. Es como llevar una calavera en la mano, recordándote que tu libro también será devuelto en uno o dos meses, que serás olvidado, que la literatura es otra cosa.

En cuanto a la música, está presente en todo lo que hago. Mi pareja a veces me pregunta si me gusta más la música que la literatura. La típica pregunta de si prefieres ser ciego o sordo. Y para ella está claro que prefiero ser ciego.

En la revista Zenda, el escritor y periodista Álvaro Colomer mantiene una estupenda sección en la que los autores van desgranando sus hábitos de escritura. ¿Puedes hablarnos de tu rutina como escritor? ¿Y de lecturas?

Quizá pueda responderos con la propia música: hago borradores y borradores hasta que la frase en sí encuentra un orden que la convierte en una especie de misterio a resolver, un acertijo… gramatical. Ejem. Tiene que ver con la tensión musical, rítmica y emotiva, de cada frase. Así escribo, la verdad: puliendo hasta que lo reprimido emerge de forma impersonal y resonante. Puliendo y soltándome a partes iguales.

En cuanto a las lecturas… Intento no ser metódico. Más que teorizar os voy a decir los libros que me estoy leyendo ahora mismo, incluidas relecturas: Vida imaginaria de Natalia Ginzburg, Esperando a los bárbaros de Coetzee, las Confesiones de Rousseau, Contra toda esperanza de Nadiezhda Mandelstam. Varios libros de poetas chilenos, como Gloria Dünkler, Andrés Anwandter y Germán Carrasco. Peregrino transparente, de mi amigo e ídolo Juan Cárdenas. Y las próximas reseñas para el periódico.

Watanabe tenía razón: eligió la convención correcta, escribir ‘como si no’

¿Sueles pensar en el lector mientras escribes?

Creo que cualquiera que escribe piensa en el lector, quizá empezando por sí mismo como lector. Y si nos dejamos seducir un poco por esta bendita obviedad se hace evidente que uno es escritor en tanto que lector; no sólo de los demás, sino, repito, de sí mismo. Es esta dimensión de “escritor en tanto lector” la que se manifiesta de una manera especial en los escritores que admiro: una cierta bidimensionalidad o capacidad de despersonalización. Una cualidad fundamental, por cierto, entre quienes escribimos con material autobiográfico. Ver los textos como resultado, no como intención.

Aunque no sea consciente de ello, cualquiera que escriba autobiografías inventa un lector. Y a veces se puede medir la calidad de estas obras (y su narcisismo) por la calidad de este “lector ideal”. Las confesiones, sean las de San Agustín, Rousseau, Ginzburg o Annie Ernaux, son una forma más o menos retorcida de utopía comunitaria.

Últimamente, estamos un poco pesados con el manoseado asunto de, autoficción sí, autoficción no, como si toda clase de escritura testimonial fuese algo completamente homogéneo. En un diálogo de Lejos de Kakania escribes que «La realidad es una ficción. Las ficciones son lo que llamamos verdades». ¿Qué es para ti la verdad en la literatura?

Nietzsche lo explica de una manera muy sencilla: no hay hechos, solo interpretaciones. No existe la verdad, así en abstracto, sino su valor: la lucha por construir verdades. Esta es quizá nuestra herida narrativa, que nos viene de fábrica: hacer valer verdades con las herramientas del lenguaje. Y esta también es la matriz de lo literario.

Además, esta narratividad consustancial se aplica a cada ámbito de la vida, empezando por aquello que llamamos identidad: los cuentos que nos contamos a nosotros mismos. Así que la verdad, en la literatura y en la vida, también es una cuestión de estilo, de ética del estilo. Una hipótesis que va más allá de unos supuestos “hechos”.

Es un debate que a la poesía parece haber superado hace siglos, por cierto, desde la propia invención del yo lírico (de Safo o Arquíloco). Pero que en nuestros tiempos puritanos y, en cierto sentido, temerosos de lo “literario”, vuelve una y otra vez: ¿literatura o verdad?

El poeta Martín Rodríguez-Gaona escribe en su interesante último ensayo Contra los influencers: corporativización tecnológica y modernización fallida (o sobre el futuro de la ciudad letrada) sobre la pérdida de importancia de lo literario en la sociedad de consumo y el riesgo que conlleva reducir la literatura a otro engranaje más de las industrias culturales. ¿Cómo ves la relación actual de la literatura con el mercado? ¿Acabará la literatura siendo devorada por el mercantilismo, lo ha sido ya?

Casi me interesa más cómo ciertas formas de mercado influyen directamente en lo que llamamos “literatura seria”, aquella que parece estar milagrosamente en el lado correcto de la historia (o de la actualidad). Temas prestigiosos, polémicas, buenas intenciones. En este sentido, parece que el mercado no sólo se ha hecho con la literatura, sino, sobre todo, con las buenas intenciones políticas. Y quizá ha convertido a la literatura en un subgénero de la moral.

Por otro lado, ¿a qué crees que es debido que la precariedad sea la situación más frecuente entre los trabajadores de la cultura? ¿ves alguna solución viable a esto?

Es un tema tan amplio… Recomiendo la lectura del Informe para el Estatuto del artista (y del trabajador cultural), un ambicioso (e inacabado) estudio de cuál era la situación de los trabajadores culturales en España en 2017, aprobado por todos los partidos políticos de la cámara baja, y hoy papel mojado.

Son muchos los motivos de esta precariedad, pero el más evidente, creo yo, es la desconfianza con que España (y aquí que cada cual ponga su país) mira “la cultura”. Desconfianza, desprecio, soberbia, etc. Suele identificarse a los trabajadores culturales con vagos inspirados y mantenidos, asalariados de una propaganda política soft. Y se hace mucho hincapié en que la cultura no debe estar “subvencionada” (como, por cierto, sí lo están el fútbol y las congregaciones religiosas, y esto no se pone en duda). Supongo que nos ha tocado vivir en un mundo bastante manipulable, pre-reflexivo, que limita lo cultural a una identidad turística o de grupo (que, por cierto, casi son la misma cosa). Y lo demás es sospechoso. En fin.

En el El viaje a pie de Johann Sebastian (Periférica, 2015) ahondas en el fenómeno social del desclasamiento y el derrumbe de la clase media a través de la decadencia de una familia llena de aspiraciones, escribías «¿Nos va a salvar la música? ¿Nos va a salvar la cultura?». ¿Tienes, a día de hoy, una respuesta a esas cuestiones? ¿Se está contando correctamente desde la cultura la actual fase de desclasamiento social?

El desclasamiento es uno de los grandes temas de la literatura: Rousseau, Stendhal… y así hasta Annie Ernaux, Edouard Louis o Didier Eribon. Cito solo franceses porque parecen los expertos del género, pero evidentemente es un tema universal: Keller, Fontane, Naipaul, etc.

Me interesan las diversas formas de enfocarlo. Por ejemplo, el desclasamiento hacia arriba, que muchas veces viene acompañado de la “vergüenza”; pero también el desclasamiento hacia abajo de tantos escritores proletarizados, donde late la “culpa”. O el desclasamiento del dandi, que está más allá de la culpa y la vergüenza, y es performativo y casi terrorista. Y así hasta el infinito, porque hay muchísimas variables de esta excentricidad respecto a la clase social: la subalternidad, por ejemplo, de género o raza.

A veces tendemos a simplificar el enfoque. A confundir desclasamiento con una especie de llanto por la socialdemocracia perdida. O como una elegía a nuestros padres pobres. Una nostalgia de una identidad de clase europea y… falsificada, por cierto. Aunque, por supuesto, sigue siendo uno de los temas más ricos de la literatura.

Contaba Georges Simenon que el único consejo útil sobre su escritura se lo dio Colette, esta, le dijó que lo que escribía era ‘demasiado literario’. ¿Has recibido algún consejo que hayas seguido, darías alguno? ¿Se aprende a escribir literariamente?

Ese consejo de Colette es maravilloso. Recuerdo que José Watanabe siempre nos afeaba a los poetas españoles escribir demasiado literariamente. A los poetas de mi generación, que éramos amigos y discípulos suyos. Yo le discutía que lo “natural” es un recurso igual de sofisticado que lo “literario”, que ambos conceptos son convenciones retorcidas. Pero hoy creo que Watanabe tenía razón: eligió la convención correcta, escribir “como si no”. Leáutaud lo dice: a veces escribir bien es escribir como un cursi. Y en ese sentido hay que hacer caso a todos los que antes que nosotros nos han enseñado que la clave de la literatura es aprender a escribir mal. ¿Qué es la novela desde sus orígenes sino el género de lo mal hecho? En fin, éste es uno de los consejos que he tenido más en cuenta, aprender a escribir mal.