La paradoja de Antares

La paradoja de Antares

Las decisiones de Alexandra

La paradoja de Antares (Luis Tinoco, 2022)

A veces, si uno se encierra con su urgente conflicto personal entre cuatro paredes, en un espacio muy reducido y con el tiempo corriendo en su contra, puede que lo gestione mejor y hasta le vea una posible salida. Seguramente un psicólogo ponga muchos peros a esta práctica, pero al británico Steven Knight le sirvió para rodar una cinta estupenda, Locke (2013), el thriller en el que Tom Hardy interpretaba a un conductor que se pasaba la película entera conduciendo mientras, a golpe de llamadas telefónicas, intentaba solucionar su vida, que no se encontraba en el mejor de los momentos. Y algo muy similar le sucede a la científica española Alexandra, encarnada por Andrea Trepat, en la sorprendente e igualmente minimalista La paradoja de Antares, en este caso la crónica de un momento crítico en una sala de control, no muy grande y llena de aparatos, de un radar astronómico. Alexandra está sola y aislada, y se tambalean los cimientos de su existencia justo cuando se abre la posibilidad de que se verifique otra existencia, la extraterrestre, algo que siempre ha querido averiguar. Y como el personaje tiene a su disposición teléfonos, ordenadores y pantallas como único contacto con el mundo exterior, la dinámica dramatúrgica encuentra el vehículo para desarrollarse.

desarrolla un drama reflexivo sobre el valor (o no) de las actitudes insobornables y las recompensas (o no) que proporcionan a quienes sostienen dichas actitudes

El debut en el largometraje como director y guionista de Luis Tinoco, reputado profesional de efectos visuales dentro y fuera de nuestro país, está planteado como la respuesta a la pregunta que le dirigen a Alexandra en un programa web, un flashback visto en el primer tercio de la cinta. A la astrofísica, muy seria y muy firme en sus convicciones, un oyente la pone en un brete cuando quiere saber si ella preferiría que se encontrara antes una cura para el cáncer o la prueba irrefutable de vida alienígena. Un dilema que la mujer de ciencia no podía sospechar que se le iba más o menos a reformular tres horas después, en el observatorio. He aquí los términos en los que se mueve una película presentada como de ciencia ficción, pero que desarrolla un drama reflexivo sobre el valor (o no) de las actitudes insobornables y las recompensas (o no) que proporcionan a quienes sostienen dichas actitudes. A diferencia de Locke, Alexandra no va recorrer un camino de redención ni a expiar ninguna culpa, sino que debe decidir si es antes persona o científica; si los afectos están por encima de la misión fijada en la vida, ella que tiene una taza a lo Mr. Wonderful con la equívoca frase: «La felicidad consiste en la ignorancia de la verdad».

Sin que decaiga su intensidad, La paradoja de Antares cumple con todos los requisitos para funcionar como obra de cámara de esta clase: una omnipresente intérprete que sostiene sobre sus hombros toda la función, una intriga que apuntala el armazón argumental (el protocolo de verificación de las señales recibidas que intenta sacar adelante la protagonista) y una escritura dramática por la cual nos creemos todo lo que sucede aunque nos suene a chino (pues la mayoría no hemos estudiado astrofísica o sabemos cómo funciona un observatorio). Sin embargo, el mayor aliciente está en el complejo retrato del personaje, trazado con lo que dice y con lo que los demás van contando sobre ella. Al final, no importa tanto qué decisiones tomará Alexandra, ni estar de acuerdo o en desacuerdo con las mismas, tampoco que nos caiga mejor o peor como persona. Lo interesante ha sido el acercamiento tremendamente humano a una conducta que a quienes (por fortuna) no hemos sido elegidos para la gloria nos costaría conceptualizar.