José Ovejero
José Ovejero: Retrato en Palermo. Fotografía cedida por el autor

José Ovejero: «Cuando leemos, lo hacemos con el filtro de nuestra ideología»

José Ovejero (Madrid, 1958) es autor de novelas, narraciones breves, ensayos, libros de viaje, obras dramáticas y poesía. Una de las obras más coherentes y relevantes de la literatura española actual. Entre algunos de sus libros, La ética de la crueldad (Premio Anagrama de ensayo en 2012), Las vidas ajenas (Premio Primavera de Novela en 2005), o Humo (Galaxia Gutenberg, 2021), su última novela. Es colaborador habitual en diferentes periódicos y en la sección cultural de la revista La Marea.

«La literatura debe ser entretenida, afirman con frecuencia los propios escritores, y el público asiente. Qué obligación más rara; no debe ser profunda, sino entretenida. El mayor pecado de la literatura, dicen también, es aburrir. Sin embargo, a mí me gustan algunos libros que a ratos me aburren y a ratos me inquietan y sobre todo que a ratos me exigen trabajo».

*Fragmento de La ética de la crueldad.

Aquí nuestra charla —de monte a monte—.

La editorial Galaxia Gutenberg está actualmente reeditando gran parte de tu obra. ¿Detectas alguna línea común en tu trayectoria literaria?

Al trabajar con géneros tan distintos como la novela, el cuento, el ensayo o la poesía resulta difícil encontrar esa línea. Si me fijo, creo que lo que se encuentran son más bien dos líneas que se entrecruzan: una más cercana al realismo, que podríamos ver en dos de las últimas reediciones, Añoranza del héroe y Nunca pasa nada, y otra más lúdica, que puede ir del disparate esperpéntico, como en La comedia salvaje, a historias que se desarrollan en un contexto difícil de ubicar, casi distópico, como Humo o Los ángeles feroces. Pero a pesar de lo dispar de mi trabajo, yo creo que todo forma parte de lo mismo: un intento descabellado de narrar el mundo. Y para hacerlo uso perspectivas, géneros, estilos diferentes. Hace poco utilizaba la imagen del mosaico: contiene piezas de colores y formas distintas que, sueltas, parecerían no pertenecer a la misma obra, pero poco a poco van encontrando su sitio. Mi literatura es eso, una acumulación de piezas que exigen retirarse un poco para descubrir el efecto del conjunto.

Mencionas en tu ensayo La ética de la crueldad que «Los libros crueles son aquellos que niegan la sumisión a la banal dictadura del entretenimiento, aquellos que nos obligan a cambiar, si no de vida, al menos de postura, que nos vuelven incómoda ésa en la que estábamos plácidamente aposentados en nuestra existencia». ¿Nos estamos volviendo más autocomplacientes?¿Se está volviendo la literatura más demagógica?

No creo que haya menos gente ahora que en el pasado que disfrute una literatura exigente, aquella que en lugar de adular nuestros prejuicios y darnos una papilla fácil de digerir pone a prueba nuestra inteligencia, nos enseña o al menos nos muestra rincones desconocidos en lugar de ofrecernos, con adornos, lo que ya sabemos. Lo que sucede es que hoy la literatura ornamental ocupa mucho espacio y se le concede una importancia que no tiene. El desprestigio del canon y del conocimiento ha provocado un desplazamiento hacia el mercado a la hora de adjudicar valor a las obras. Si un libro tiene éxito, si vende, se hace como que es valioso -cuando el éxito ni quita ni pone valor-. Por eso podemos ver a pelagatos sin sustancia debatiendo en festivales literarios con gente de fuste, o que en un periódico se conceda más importancia a librillos llenos de clichés que a trabajos más ambiciosos.

Aunque la literatura no refleja la realidad, sí es una representación, una ficción que nos pone en contacto con asuntos fundamentales de nuestras vidas.

¿Puede la literatura ampliar nuestra capacidad de discernimiento?

Claro, pero haciendo hincapié en el verbo «puede». Primero porque el concepto «literatura» abarca, como se desprende de lo que decía más arriba, obras de sustancia muy diferente. Y segundo porque aunque leamos obras maestras no está garantizado que esto nos haga ni mejores ni más sagaces, de la misma manera que viajar no te vuelve de forma automática más tolerante o abierto. Es necesaria una disposición del ánimo.

La mala literatura, como una estatuilla de Lladró, simplifica las emociones y los conceptos, trabaja con categorías banales, tanto a nivel estético como ético; no sirve más que para adornar un espacio, pero una vez vista nunca descubriremos allí nada nuevo. Mientras que la buena literatura nos ofrece experiencias complejas, perspectivas novedosas, y eso puede volvernos más atentos a lo que somos y a lo que nos rodea. Aunque la literatura no refleja la realidad, sí es una representación, una ficción que nos pone en contacto con asuntos fundamentales de nuestras vidas.

Al inicio del documental Vida y ficción que realizas junto a Edurne Portela, mencionas que la literatura cuenta cada vez menos, ¿qué razones pueden estar contribuyendo a ese debilitamiento? ¿confías en que pueda revertirse?

La lectura tal como la conocíamos hasta ahora exige recogimiento y atención, y ambas actitudes van en contra de las tendencias actuales. Nuestro entorno está atravesado por estímulos constantes y por una oferta permanente de entretenimiento y dispersión. Además, una falsa -e interesada- idea de la democratización de la cultura lleva a considerar que si una obra exige esfuerzo, si no nos «engancha» desde las primeras líneas es porque es intelectualoide o elitista. Pero si quienes escribimos nos limitamos a entretener -he leído a algún compañero de profesión que afirma aspirar solo a eso-, a ser divertidos, a ayudar a pasar el rato, ¿por qué demonios va nadie a conceder importancia a nuestra obra? Y como la literatura, incluso la más sencilla, exige más atención que ver una película o escuchar una canción -ante las que podemos ser más pasivos- es lógico que hayamos sido relegados a un papel secundario: no somos tan populares como lo son cantantes y actores.



En cuanto a la segunda parte de la pregunta, si confío en que se pueda revertir el proceso, te confieso que me da igual. Me limito a constatar unos rasgos de la etapa en la que vivo. El mundo ha pasado de la primacía de la imagen y la oralidad a la de la escritura y después otra vez de vuelta a la imagen, y más tarde a algo nuevo que es la interactividad, en la que los contenidos pasan a un segundo plano. Y no sé qué vendrá después. Seguirá habiendo literatura igual que sigue habiendo ópera, pero es posible que nunca vuelva a ser un arte que afecte a un número elevado de personas.

La lectura tal como la conocíamos hasta ahora exige recogimiento y atención, y ambas actitudes van en contra de las tendencias actuales.

E. M. Forster se pasó varias décadas hablando de libros en un programa de la BBC, durante cientos de horas de divulgación honesta y respeto absoluto al oyente intentaba invitar a la lectura «todos ustedes, son personas con la capacidad de pensar por sí mismas, de resolver los problemas por su propio esfuerzo, si trabajo para afirmar mi personalidad, le ayudaré a que usted haga valer la suya». ¿Se hace lo suficiente en los medios de comunicación para fomentar la lectura? ¿Qué echas en falta?

Yo no sé si los medios de comunicación tienen el deber de fomentar la lectura. Sí llama la atención que en esos medios se hable a veces de la cultura, no solo de la lectura, de forma pomposa, pero luego le concedan tan poco espacio, salvo que sea noticia, a menudo por razones que no tienen que ver con la cultura. No es fácil que se hable de libros en programas generalistas -salvo que traten un tema de actualidad-, como si la literatura fuese un compartimento cerrado que no forma parte de la vida.

Te confieso que uno de mis deseos frustrados es tener un programa de radio para hablar de libros. Pero al menos tengo un espacio en La Marea para hacerlo.

¿Cómo valorarías el estado actual de la crítica literaria?

No sigo la crítica con la suficiente atención como para responder a esta pregunta con honestidad.

En el libro de ¿Se puede separar la obra del autor? Censura, cancelación y derecho al error, la autora Gisèle Sapiro comenta la indignación de Houellebecq ante la confusión suscitada entre lo que dicen los personajes de una novela y las palabras atribuidas al autor. ¿Ha condicionado tu escritura el temor a ser malinterpretado en alguna novela? ¿Y en tus artículos?

A todos nos gusta pensar que somos inmunes a la opinión ajena y que escribimos con libertad absoluta. No es cierto; la presión ambiental nos afecta, consciente o inconscientemente. Creo que no me preocupa mucho cuando escribo artículos, porque expresan de una manera bastante directa lo que pienso. Sé que habrá quien me malinterprete, a veces por prejuicios, y sé que puedo equivocarme, pero ahí siempre es posible dar marcha atrás, corregir en otro artículo o incluso en un comentario si piensas que no te has expresado bien o que no has pensado bien. Quizá de todas formas la presión ambiental me lleva a ser más prudente, es decir, a pensar a fondo y argumentar mejor lo que escribo cuando me doy cuenta de que entro en terreno resbaladizo, como cuando, siendo hombre, opino sobre cuestiones relativas al feminismo o a la situación de las mujeres.

Cuando leemos, lo hacemos con el filtro de nuestra ideología.

Pero en una novela no se puede corregir ni explicar nada. Una novela es un mundo cerrado en el que no cabe intervención; aunque te expliques en entrevistas, muchísimos lectores no las leerán. Y además, una novela -un cuento, un poema- es una creación mucho menos controlada. Yo no sé, verdaderamente no sé, qué estoy diciendo con una novela, cómo interpretar lo que allí sucede. Empiezo a descubrirlo solo con el tiempo. Y como no sé lo que estoy escribiendo -su significado-, no me preocupo mucho de cómo se recibirá. La preocupación empieza cuando llega la reacción de los lectores, porque a veces ven en mí a alguien que creo no ser, o interpretan lo que he escrito de manera que me duele. ¿Es machista mi libro de relatos Mundo extraño, como dijo una lectora que incluso se negó a asistir a un club de lectura en el que lo comentábamos? ¿Es despreciable La comedia salvaje porque se ríe del dolor ajeno, y, sobre todo, porque es irreverente con el bando republicano durante la guerra? Yo creo que no, me gustaría explicárselo, explicarme… pero sé que es imposible y además una tarea que ni siquiera me corresponde.

¿En qué medida consideras que interviene la ideología en la comprensión de un texto literario?

La ideología no es un complemento de quita y pon; es parte de lo que somos porque nuestra manera de mirar y entender el mundo condiciona nuestra manera de estar en él. Así que, cuando leemos, lo hacemos con el filtro de nuestra ideología. En algunos casos, en particular cuando el libro refuerza nuestros juicios y prejuicios, ni siquiera lo notamos. Nuestra ideología se vuelve más tangible en el momento del rechazo, cuando lo escrito provoca una reacción de condena. Y el rechazo prematuro puede llevar a la incomprensión. Pero también en aquello que nos repugna hay verdad, también revela parte de lo que somos. Leer con mente abierta no es más que eso: resistir a los automatismos de nuestro pensamiento.

Escribes en Humo «que la tierra se ha cansado de alimentarnos», que «hace tiempo que dejó de comprender el mundo». Vista la evolución de la emergencia climática y la inacción generalizada, ¿estamos comprendiendo nosotros a la naturaleza? ¿sabremos ‘defendernos’ de lo que está por venir?

Yo creo que en buena medida comprendemos lo que está sucediendo en la naturaleza, aunque no siempre podamos predecir las alteraciones que producimos en ella -su intensidad, sus repercusiones-. Lo que sucede es que no estamos dispuestos a pagar el precio que exigiría evitar esas alteraciones. No solo porque los fenómenos naturales suelen ser de desarrollo lento y nuestra vida es muy breve en comparación. También porque una ventaja evolutiva que poseemos, nuestra capacidad de adaptación, está jugando en nuestra contra. Nos hemos adaptado a la contaminación del aire -gracias también a que no hay un recuento, como en la pandemia, de los muertos que causa-; a la de las aguas; a sequías e incendios; a la desaparición de especies; a huracanes. Y por supuesto hay intereses económicos muy fuertes a corto plazo que sabotean cualquier intento de pensar a largo.

Leer con mente abierta no es más que eso: resistir a los automatismos de nuestro pensamiento.

En tu libro La comedia salvaje, el personaje principal —Benjamín—, un tipo apolítico e ‘insignificante’, recibe la gigantesca misión de detener una guerra. En su disparatado viaje por el país, experimenta la extrañeza ante el absurdo de cualquier guerra. Ahora que tenemos delante todos los elementos trágicos de un conflicto bélico, ¿es esa extrañeza de Benjamín una reacción ‘sana’ ante una guerra?

Tengo que empezar diciendo que no soy pacifista. Creo que ha habido revoluciones violentas, armadas, que han sido necesarias y beneficiosas para la humanidad. Ahora bien, incluso esas revoluciones tienen su lado absurdo y sacan a la luz los rasgos más brutales de los seres humanos; descubrirlo genera extrañeza, la de Benjamín, y también desaliento. Más aún cuando se compara lo que está sucediendo con los discursos pomposos y mentirosos que supuestamente lo explican.

En una obra de teatro que escribí, El valle de los muertos vivientes (La comedia salvaje reloaded), un personaje, tras escuchar las atrocidades cometidas por integrantes del bando rebelde y del republicano, exclama: ¡pero entonces todos son iguales! Un albañil que está en escena lo coge por las solapas y le dice, más o menos: «ni se te ocurra decir eso, no son iguales. Lo que sucede es que los peores de todos los bandos siempre se parecen». Por eso cualquier discurso sobre la guerra que santifique a un bando es mentira; la épica es siempre una ficción interesada. Yo tengo claro cuál habría sido mi bando en la guerra civil española, pero con consciencia de que cualquier guerra es repugnante y bestial, y ocultarlo es una manera de falsear la Historia. Que es lo que estamos viendo en el tratamiento que hace buena parte de la prensa de lo que sucede en Ucrania.

Por eso La comedia salvaje es una novela bélica sin héroes que atiende a todo lo que hay en las guerras de disparate grotesco; y lo grotesco, según lo mires, puede ser terrorífico o hilarante, esto último a veces a tu pesar.

¿Qué autores contemporáneos te interesan?

Leo mucha literatura contemporánea, más que de otras épocas, lo que a veces lamento. También porque pierdo más tiempo: digamos que la literatura de otras épocas nos viene ya seleccionada, y, aunque dicha selección tenga sesgos de los que hay que ser consciente -por ejemplo, hay obras muy valiosas escritas por mujeres que apenas ahora se están redescubriendo-, al menos las distintas generaciones de críticos han hecho una selección. Cuando te enfrentas a lo que se escribe hoy, sabes que vas a leer muchos libros que no merecen la pena para encontrar los que sí la merecen. Acabas fiándote de tu instinto, de recomendaciones de gente cuyo criterio valoras, de los sellos editoriales… Esta larga introducción para decir que leo continuamente a autores y autoras contemporáneos. Y mis gustos van desde un Philip Roth o un Coetzee o una Alice Munro, a una Marta Sanz, a un Fernández Mallo o un Gómez Bárcena, por citar unos cuantos de los que he leído casi toda su obra.

Para terminar, hace no muchos años te trasladaste a vivir a un entorno rural, ¿has notado algún cambio en la manera de abordar la escritura? ¿y en tus lecturas?

No creo que haya cambiado nada en mis lecturas, pero sí en mi escritura. Estoy convencido de que no habría escrito Humo si no me hubiese mudado a este lugar rodeado de bosque y de montañas. El aliento de esa novela es distinto, como si hubiese descubierto otro ritmo, otra respiración. Lo que no significa que a partir de ahora vaya a escribir así; es un cambio del que soy consciente, pero no sé si será duradero. De hecho, no creo que en mi próximo libro, de relatos, se note esa influencia.

José Ovejero (Fotografía cedida por el autor)

«Hay una satisfacción que Ana no había conocido hasta ese momento. La vida sencilla. Pero no en el campo cultivando hortalizas, despertándose con el canto de un gallo, escuchando a lo lejos los esquilones de las vacas y el balido de las cabras, no cociendo mermeladas y restregándose las manos en el delantal después de lavarlas con un cubo de agua sacada del pozo. A Ana las imágenes bucólicas de novela rural le producen sueño y desgana, la sensación de que aquello ya pasó y solo podría aceptarse como refugio después de una catástrofe nuclear o de una crisis global que arrastrase a la miseria a decenas de millones. Como vivir en cuevas o nadar hasta una isla tras un naufragio.

La vida sencilla es para ella otra cosa. Basta con no pensar en otro futuro que el inmediato, porque no puedes vivir preparándote para lo que supuestamente va a suceder, ¿para qué?, luego la vida hace quiebros, regates, se desvía como un reguero que se topa con un obstáculo y busca otro camino, se remansa o, por el contrario fluye con mayor rapidez ladera abajo. Ser agua, ser reguero, saber que ponerse metas es inútil, porque más tarde llueve o llega una sequía, porque tienes que contar con esos otros que abren zanjas o levantan muros. Estar».

*Fragmento de Insurrección:

*Lázaro Santano, lector editorial y psicólogo/psicoterapeuta online.