Ignacio Castro Rey (foto Elplural.com)

Castro Rey: «Necesitamos un pensamiento que esté a la altura de los inevitables traumas»

«En atardeceres que parecen manipulados por ordenador, separamos con cuidado la basura con el mismo celo con que cada día separamos mil cosas en un universo de selección permanente. Nos pasamos el día eligiendo, contando, seleccionando, separando.»

Así empieza Lluvia Oblicua (Editorial Pre-textos), el último libro del filósofo Ignacio Castro Rey en el que hurga de manera incisiva en la vida y en el clima inestable que somos mediante un irreverente bisturí discursivo que desbroza la existencia contemporánea. Un texto que sin duda disfrutarán tanto los iniciados como los no iniciados a la filosofía.

Su autor, Ignacio Castro Rey, es un filósofo insobornable y al que seguro, volveréis. Doctor en filosofía, crítico de cine y arte, gestor cultural, profesor, articulista habitual en distintos medios y frecuentemente invitado a conferencias por Universidades españolas y extranjeras. Entre sus libros publicados podemos destacar Mil días en la montaña (Roxe de Sebes) (Ed. FronteraD, 2019) y Ética y desorden (Pre-textos, 2017). 

Empecemos por el principio. ¿Qué es la Lluvia oblicua?

Es solo un título, como tantos, surgido un poco al azar. Creo que hay un poema de Pessoa con ese nombre, pero no lo conozco. Surgió a través de un amigo que me habló de Maiakovski, un fragmento donde se habla de un aguacero pertinaz y oblicuo, para el que no hay defensa. Suena conocido, ¿no? El título le vino de perlas al libro por dos razones.

La primera, porque Lluvia oblicua es un ensayo sobre el nuevo peligro vírico, el de lo transversal y alternativo. Mi libro emprende un estudio al sesgo de lo transversal como nuevo sistema de control, minoritario y homonormativo. Tiene algo que ver con la crítica de Deleuze (y Foucault) al nuevo poder de geometría variable llamado control, más parecido a la alegre y espumosa tabla de surf que al viejo rompeolas patriarcal, autoritario y vociferante. Por el contrario, ahí se critica un poder uterino, inclusivo, sonriente. Es el colmo de las pesadillas, pues no tenemos fácilmente armas: ¿cómo se enfrenta uno a los mimos que te envenenan?

La segunda razón es que, en contra del canon de la posverdad, mi libro propone (para defendernos del dios Sociedad) una alianza con los elementos, con el granizo, los huracanes y todas las demás potencias amorales de la tierra.

Lluvia oblicua es un ensayo sobre el nuevo peligro vírico, el de lo transversal y alternativo.

¿Defiendes entonces un «retorno a la naturaleza»?

No desde luego a cualquier naturaleza (newtoniana, indie o naturalista), sino a un plano de inmanencia trágico y cuántico que es más peligroso, y por ello más real, que la imbecilidad social que nos gobierna. Es quizá la prolongación de Ética del desorden por otros medios, pero con una diferencia fundamental. Lo que allí era celebración afirmativa del «clamor del ser», ahora es en primer plano una analítica furiosa de este holocausto a cámara lenta que nos dirige, este líquido amniótico ante el que estamos indefensos.

Dudé, cuando lo escribí, si no sería demasiado duro con el orden de lo que llamamos «sociedad internacional». Desgraciadamente, de un modo imprevisto, los acontecimientos de las últimas semanas han confirmado mis peores augurios. También, por fortuna, estos días han confirmado que la fortaleza primaria de la vida sigue.

Mi libro defiende que debemos entrenarnos en el contagio con la mugre de la tierra, empezando por la humanidad que consideramos atrasada. Todo lo que sea ceder en lo elemental y peligroso es ceder también en el único territorio desde el cual podemos ejercer una fuerza.

¿Qué formas adopta esa Lluvia oblicua en nuestros días?

De Virilio a Baudrillard, de Agamben a Badiou, diversos analistas se han ocupado de esto: un régimen de poder que se parece más a una cobertura maternal tóxica, un estatismo continuo que hemos dejado empoderar, que a las viejas autoridades disciplinarias y estatales de antaño. Mi libro se extiende sobre esta incesante lluvia tibia, casi sexy, que cae sobre nosotros para protegernos. Intento desesperadamente demostrar que es un regalo envenenado.

Para vencer a este nuevo dios (al final la religión siempre triunfa) debemos acercarnos a las serpientes. ¿Qué significa esto? Ser capaz de infiltrarnos, desde una buena relación con la penumbra de las corrientes subterráneas, en cualquiera de las situaciones radiantes que nos envuelven. No son tal vez los días más adecuados para decirlo así, pero se trata de recuperar un modo no totalitario de violencia.

¿Para qué crees que puede servir la filosofía en estos momentos?

Para nada en concreto: solo obstruir la estupidez reinante. Desde una relación secreta con el demonio de lo ahistórico, la filosofía sirve para tomar distancias con esta religión laica que pretende convertirnos en ovejas obedientes y pacifistas. Últimamente, también vacunadas. Por el contrario, mi libro defiende que debemos entrenarnos en el contagio con la mugre de la tierra, empezando por la humanidad que consideramos atrasada. Todo lo que sea ceder en lo elemental y peligroso es ceder también en el único territorio desde el cual podemos ejercer una fuerza. Por favor, que nadie saque conclusiones rápidas de esta difícil propuesta. No tiene mucho que ver con ninguna de las ofertas políticas de moda.

La filosofía sirve para tomar distancias con esta religión laica que pretende convertirnos en ovejas obedientes y pacifistas. Últimamente, también vacunadas.

Decía David Foster Wallace en La broma infinita: «La mayoría de la gente adicta a una sustancia también es adicta a pensar, lo cual significa que mantienen una relación compulsiva y enfermiza con su propio pensamiento». ¿Qué te parece?

Me suena muy bien, como todo lo que conozco de Foster Wallace. No podemos dejar de ser adictos, al menos mientras estemos envueltos en un poder social que nos ha segado el suelo de cualquier relación con la gravedad, incluido el riesgo de fracasar y el peso de las vidas. Así de perdidos, la primera sustancia de nuestra adicción debe ser atrevernos a sentir, vivir y pensar por cuenta propia, sin estar atentos cada minuto a la última idiotez que vocean los expertos (científicos, políticos y periodistas) que quieren salvarnos de la hecatombe que ellos mismos han creado.

Lejos de ellos, mi libro defiende que nuestra «salvación» consiste en empuñar lo más íntimo e inconfesable de nuestra perdición, allí donde no hay ninguna tecnología servida que pueda acudir en nuestra ayuda. Necesitamos un pensamiento que esté a la altura de los inevitables traumas, eso es todo. En tal sentido, necesitamos ser adictos a un pensamiento que solo puede brotar de nuestros fracasos reales. Un pensamiento así no es algo puramente «intelectual», sino en sí mismo una praxis que nos cambia.

La primera sustancia de nuestra adicción debe ser atrevernos a sentir, vivir y pensar por cuenta propia, sin estar atentos cada minuto a la última idiotez que vocean los expertos (científicos, políticos y periodistas) que quieren salvarnos de la hecatombe que ellos mismos han creado.

¿Es la trampa de la diversidad una enorme maniobra de distracción?

Sí. Como vosotros, yo no he elegido nada importante: ni nacer, ni mi nombre ni este carácter. Sin embargo, ante mí y ante los otros, he de hacerme responsable de lo que soy y de cómo lo soy. Todo ello es único e intransferible. No elegido, pero absolutamente irrenunciable. Por tanto, en lo fundamental, nadie puede esperar remedios de fuera.

Por muy espectacular y múltiple que se presente la oferta del Estado-mercado, encarna el engaño de la peor de las religiones. En todas las encrucijadas estamos solos. Si ya hemos pasado la bobera de los veinte años, conviene saberlo. Solo a partir de esa certeza negativa, y un poco trágica, es posible recuperar más tarde la fluidez de la comedia social. Y lo que es mejor, recuperar incluso la consistencia de comunidades ocasionales.

¿De qué te parece un síntoma el bombardeo constante de pensamiento positivo?

Un síntoma de cobardía inducida. Se quiere que nos pasemos el día asustados ante desastres descomunales para que cedamos en una fuerza personal que, sin embargo, es todo lo que tenemos. Esta sociedad es hipocondríaca porque no tiene nada afirmativo que ofrecer: así, solo puede vivir de sus supuestos e incesantes peligros externos. Por la misma razón, cree que el buen ciudadano debe ser ante todo una víctima que solicita ayuda.

¿Qué te hace pensar que los libros de autoayuda se estén convirtiendo en bestsellers habituales?

Su éxito tal vez estriba en que libros de «autoayuda» son siempre de hetero-ayuda. No de autonomía, sino de heteronomía: nos venden el saber de un experto que nos va a sacar del apuro, del lío en el que la fe en otro experto nos ha metido.

Esta sociedad es hipocondríaca porque no tiene nada afirmativo que ofrecer: así, solo puede vivir de sus supuestos e incesantes peligros externos.

Escribía Fredric Jameson que: «parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». A día de hoy, ¿qué opinas tú?

Casi nunca estoy de acuerdo con Jameson, en nada. Me parece banal, como tantos mitos estadounidenses. Sin embargo, me temo que en este caso pueda tener bastante razón.

¿Crees que la crisis del COVID19 nos cambiará en algo?

Me gustaría que contribuyera a hacer un mundo más humano y generoso, un Estado y una sociedad menos abducidos por el espectáculo, el lucro y el cálculo electoral. Etcétera, etcétera. Hubo en estos días, en Italia y en España, ejemplos conmovedores de heroísmo corriente. Pero la verdad es que todos dudamos que la elite de expertos que nos comanda, la misma que ha facilitado este infierno, sea capaz de extraer una sola lección, moral y duradera, distinta a la mera rentabilidad política del espectáculo a corto plazo.

Escribes: «la desconexión es vital para que ocurra algo». ¿Qué nos está dejando de pasar a bordo de esta hiperconectividad perpetua?

Con el ruido de nuestra «educación en la diversidad» hemos conseguido obturar el acontecimiento real. Solo lo entrevemos al asomarnos a él en momentos de desgracia, como éste. Pero después es muy difícil, salvo individuos o comunidades muy específicas, que extraigamos una enseñanza radical. Como al día siguiente la sociedad, la misma que ha agrandado la catástrofe, nos ofrece otro remedio masivo que nos ahorra la responsabilidad personal, lo normal es que volvamos a ceder y vender nuestra alma al espectáculo. Como se ha dicho cien veces, el estrés del reemplazo perpetuo nos salva de la fidelidad a lo ocurrido.

Nos enredan con un entretenimiento precocinado para los adolescentes eternos que debemos ser.

¿Qué diría Deleuze de todo este desorden global?

No creo que le llamase desorden. Por el contrario, me temo que para él reinaría un orden terrible basado en el miedo, pero con la perfidia de un semblante múltiple y sexy, con geometría variable.

Escribes en Lluvia oblicua : «Nos pasamos el día ocultando nuestra frustración con una cuota de poder en un espacio imaginario». ¿Qué realidad deja atrás la ‘circunstancia virtual’?

Nuestra realidad mortal, irrepetible. Aunque creamos en Dios, tenemos solo una vida. El resto, este ruido viral de las redes, es solo espuma juvenil. Nos enredan con un entretenimiento precocinado para los adolescentes eternos que debemos ser.

Y para acabar, recomiéndanos 3 libros, 3 películas y 3 canciones.

¿Tres? Muy difícil. Tres libros: La verdadera vida (A. Badiou), Esto es agua (D. Foster Wallace) y Cartas a un joven poeta (R. M. Rilke). Tres películas: Agnes de Dios, Tony Erdmann y Fuerza mayor. Tres canciones: At least I am free (R. Wyatt), Wrap your troubles in dreams (Nico) y Some of us don’t want to be saved (Comet gain). Lamento el aparente dominio del inglés, cultura supremacista que odio.