salud mental y precariedad
(imagen: pixabay)

No es enfermedad: es precariedad

Una de las desigualdades más esclarecedoras y sintomáticas de nuestro tiempo es el hecho incontestable de que las posibilidades de enfermar o desarrollar problemas psicológicos dependan en gran medida de la posición socioeconómica en la que te encuentres. Algo que ha quedado rotuntademente demostrado con la irrupción del Covid-19.

Afirmaba el sociólogo francés Pierre Bourdieu que la precariedad «está en todas partes, influye en todo y en todos, ha desestructurado nuestra existencia creando miedo e inseguridad».

La creciente agresión masiva reclama irremediablemente derechos más sólidos que eviten tener que decidir continuamente entre esquivar minas o saltar precipicios

El concepto de precariedad se puso en circulación en las ciencias sociales alrededor de los años 60 haciendo alusión a una importante degradación de las condiciones vitales más básicas que dificultan llevar a cabo proyectos de vida emancipados basados en la estabilidad. Debiendo ser entendida en sus múltiples dimensiones y no exclusivamente en el ámbito económico-laboral, aunque ciertamente, parece que en el actual curso de las cosas es prácticamente indisoluble de la precariedad laboral resultando patente que las condiciones laborales repercuten de manera decisoria en los demás ámbitos de la vida ajenos a la actividad salarial, generando en consecuencia un orden social centrado en el trabajo.

La normalización de la precariedad como rasgo social imperante ha permeado profusamente en cada intersticio de la cotidianidad, quedando asumida su ubicuidad como contingente y consustancial a la vida contemporánea, una realidad tajante de la que no se puede escapar, siendo percibida como algo que siempre hubiese estado aquí o lo que es peor, como si siempre fuese a estarlo.

Uno de los rasgos definitorios del mercado laboral español es la temporalidad en el empleo donde las cifras superan a los países del entorno europeo (en 2018, una tasa del 26,9% en España; del 14,1% en la UE de los 28). Datos que hablan por sí solos.

Una afilada definición de la situación son las palabras del director británico Ken Loach en el estreno de ‘Yo, Daniel Blake’ cuando se le pedía un diagnóstico de lo que ocurría a su alrededor:

«Según el proyecto neoliberal, la mano de obra debe ser vulnerable, porque así aceptará salarios bajos, contratos basura y trabajos temporales. Y para que el trabajador siga siendo vulnerable hay que hacerle creer que tiene lo que merece. Ese es el secreto: recordar a los humillados que la culpa es suya. Porque si la culpa fuera del sistema habría que cambiarlo, y eso, de momento, no interesa».

El neoliberalismo pone todo su empeño en convencernos de que no hay otra alternativa posible diluyendo de la esfera pública la cuestión y distrayendo con toneladas de irrelevante actualidad. Con su eclosión, el poder se desplazó hacia nuevas formas de totalitarismo económico desencadenantes de dinámicas de ‘acumulación por desposesión’ que contraen los instrumentos de protección social así como la mercantilización de los cuidados y la salud, dejando más arrinconado al individuo y consiguiendo que se sienta culpable único de la evolución de la totalidad de sus problemas.

Avisaba la filósofa Judith Butler que la precariedad no es una condición pasajera o episódica, sino una nueva forma de regulación que caracteriza nuestra época histórica. Siendo la flexibilidad y la inestabilidad elementos distintivos de la realidad socioeconómica actual.

El papel que está teniendo el aumento del individualismo puede estar configurando otra variable neurálgica. Antes los barrios y la red social actuaban de lenitivo o refugio amable en el que atrincherarse de las arremetidas de la dificultad permanente. Ahora que esas redes sociales se han convertido en redes virtuales menos vinculantes la vulnerabilidad arrolla y devasta con toda su fría y contundente magnitud. Es posible que la disrupción generada por el Covid-19 haya producido diversas formas de apoyo mutuo vecinal, pero también es muy posible que no sean más que una forma de espejismo poco duradero.

El auge del fenómeno de uberización progresiva y la utopía tecnosolucionista lejos de contribuir a una mejora parecen estar recrudeciendo la problemática, pulverizando redes solidarias de cercanía bajo otras formas de cooperación más intangibles que desdibujan el tipo de relación laboral abocando en demasiadas ocasiones a situaciones de abuso, indefensión y desprotección. Una suma de intemperies a solas que debilitan las herramientas de afrontamiento personal.

La organización mundial de la salud (OMS) define la salud como: «un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades».

La ‘salud mental’ sigue mayoritariamente centrada en considerar a la persona como independiente y ajena a sus determinantes sociales. En los manuales diagnósticos de cabecera continúa vigente la tendencia a menospreciar los factores socio-contextuales como desencadenantes o mantenedores de los problemas reduciendo a la persona a descontextualizadas luchas internas. En gran parte de la población sigue predominando la aceptación de esa ideología biomédica congruente con el discurso dominante y centrada en señalar como agentes causales de las enfermedades a elementos biológicos o heredados desgajando como resultado a las personas de sus vidas y sus entornos. Bajo esa lógica de tratar los efectos micro sin apenas atender a las causas macro lo esperable será seguir asistiendo a la perpetuación de una vulnerabilizada sociedad del riesgo cuyo desafortunado desenlace será la proliferación de diversos desórdenes psicológicos.

Desde cualquier ángulo desde el que se observe las consecuencias patógenas de los procesos de precarización operan como amenaza y elemento de control. La creciente agresión masiva reclama irremediablemente derechos más sólidos que eviten tener que decidir continuamente entre esquivar minas o saltar precipicios. Por su estrecha interrelación es perentorio tomar en serio la inclusión de la desigualdad social como un factor predictor de la salud pública.

La imposibilidad de poder elegir el estilo de vida saludable que promulgan voces acostumbradas a nadar en la complaciente seguridad cobra vital importancia. Pues como bien sabemos, no siempre es posible llevar a cabo lo que estos promueven siendo su ejecución irremediablemente dependiente de las circunstancias limitantes inmediatas en las que se vive. Huelga decir que la cotidianidad no necesita superhéroes ni recursivas odas a la resiliencia o mantras acríticos como el ‘si quieres puedes’, solo las condiciones mínimas desde las que poder desarrollarse y no tener que hacer funambulismo sobre alambres con púas.

No hay pastillas ni terapias ni frases que ‘curen’ vidas contra las cuerdas pues en muchas ocasiones la dosis de realidad será tan abrumadora que desbordará la tentativa terapéutica. Terapia sí, pero no solo terapia.

A estas alturas del thriller social es incuestionable el impacto patógeno del neoliberalismo sobre la salud psicológica aprovechando crisis o capciosas doctrinas del shock para llevar a cabo severas políticas del ‘malestar’ que ponen en riesgo el bienestar social. Un caldo de cultivo que revienta las estrategias de afrontamiento o los recursos psicológicos y en el que aumentan problemas como el estrés, la ansiedad, la depresión, el abuso de psicofármacos o los suicidios.

Urge disponer de una investigación interdisciplinar crítica e independiente, una reflexividad profunda que aborde la problemática desde análisis sistémicos y contrahegemónicos que no estén al servicio de la ferocidad del orden social existente.

Si bien es cierto que una terapia individual puede contribuir a mejorar o amortiguar algunos de estos problemas psicológicos, puede resultar insuficientes sin una variación de los determinantes de naturaleza estructural que seguirán existiendo, además de ser en gran parte de los casos una opción incosteable. No hay pastillas ni terapias ni frases que ‘curen’ vidas contra las cuerdas pues en muchas ocasiones la dosis de realidad será tan abrumadora que desbordará la tentativa terapéutica. Terapia sí, pero no solo terapia.

La rentable práctica desde el statu quo de normativizar la precariedad está pidiendo a gritos una reacción de la ciudadanía que exija resignificar de qué va realmente todo esto y qué alternativas pueden generarse, siendo un buen punto de partida la creación de espacios que posibiliten diálogos radicalmente activos. Dejar de esperar a un Godot que no va a llegar ni con el impacto de una pandemia global. Pues estamos ante una realidad hipersignificante que traba la construcción de soluciones por el modo en que se conceptualiza lo común y que a menudo funcionan como prisión normativa que anquilosa. Urge disponer de una investigación interdisciplinar crítica e independiente, una reflexividad profunda que aborde la problemática desde análisis sistémicos y contrahegemónicos que no estén al servicio de la ferocidad del orden social existente.

Por todo lo anterior y aceptando el riesgo de caer en una boutade: que todo esto no es enfermedad, es precariedad.

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